Pocas veces a lo largo de la
historia del cine se ha dado una conexión de talentos tan visualmente prodigiosa
como lo fue el binomio formado por el cineasta John Ford y el operador de
cámara Gregg Toland. De sobra son conocidos los logros y virtudes que ambos alcanzaron
por separado. Pero puede que su colaboración, que no va más allá de dos
películas (“Las uvas de la ira” y “Hombres intrépidos”, ambas estrenadas en
1940)
y un documental sobre el ataque a
Pearl Harbour durante la Segunda Guerra Mundial (“December 7th”), no haya sido
lo suficientemente valorada por la historiografía cinematográfica moderna.
De John Ford, aquel cineasta que quería ser Murnau, pocas
palabras quedan por escribir. Poeta visual de la historia de los Estados
Unidos, Ford alcanzó cumbres cinematográficas insospechadas a través de un
estilo austero y naturalista. De sus películas se desprende un fino aroma a
vida en la que unos personajes aturdidos por su destino se esfuerzan por
combatir el inexorable discurrir de la civilización. Cargadas
con una sutil mezcla de comedia y drama, las
películas fordianas nos han concedido una inabarcable muestra de imágenes,
personajes e historias que han trascendido su ámbito de celuloide para pasar a
formar parte de nuestro imaginario cultural colectivo. No deja de ser curioso
que además de aportar al western, génesis de la creación cinematográfica,
numerosas películas situadas en la cúspide del género como “El hombre que mató
a Liberty Valance”, “Pasión de los fuertes” o “Centauros del desierto” entre
otras muchas, su reconocimiento viene dado por sus dramas. Películas como “El
delator”, “Las uvas de la ira”, “¡Qué verde era mi valle!” y “El hombre
tranquilo”, que le otorgaron el dudoso privilegio de poseer cuatro premios
Óscar de la Academia como director.
Por su parte, la figura del famoso operador de cámara de
“Ciudadano Kane” tampoco resulta desconocida para cualquier aficionado al cine.
Toland, señalado como precursor del empleo de las lentes anamórficas en el
desarrollo del arte cinematográfico, fue quizás el primer visionario del nuevo
estilo visual que se impuso a partir de la década de los cuarenta. Su creativa
personalidad era tan poderosa que dejó su huella estilística en todos los
directores con los que trabajó, desde Ford hasta Welles.
Toland contribuyó decisivamente a implantar la luz
difuminada propia del cine clásico de Hollywood. Esta luz era deudora de las
técnicas de iluminación del pasado, cuando las lámparas incandescentes
empleadas en plató aportaban una claridad tan tenue que exigían unas aperturas
de diafragma imposibles para la profundidad de campo. Pero Toland, sirviéndose
del desarrollo técnico de la época (los dobles arcos de luz patentados por
Technicolor, la nueva película ultrasensible súper xx comercializada por
Eastman Kodak y la cámara BNC de la Mitchell Camera Corporation) propuso una
nueva forma de filmar que eliminaba la refracción lumínica de los arcos
frontales, permitiéndole filmar entre ellos mientras su luz penetraba en el
objetivo en lugar de dispersarse. Al captar más claridad sobre la película
ultrasensible, pudo permitirse fotografiar escenas de interior con diafragmas
de f8, f11 y hasta f16. Con tales aperturas y un objetivo de lente focal corta,
las lentes de la cámara actuaban virtualmente como ojos humanos, logrando
dentro del campo fílmico un enfoque capaz de abarcar una profundidad de
doscientos pies
.
Toland puso de manifiesto sus celebradas contribuciones técnicas en películas
como “Cumbres borrascosas”, “El forastero” y “Los mejores años de nuestra vida”
de Wiliam Wyler, “Ciudadano Kane” de Orson Welles y las ya citadas películas de
Ford entre otras muchas.
El camino de estos dos hombres de cine vino a cruzarse en
el año 1940. El trabajo que Toland llevaba desarrollando para Wyler no pasó
desapercibido a ojos del genial director de Maine. Ford había comenzado su
carrera durante la época dorada del cine mudo, de ahí su exquisita expresividad
narrativa. En aquellos años conoció las obras de D.W.Griffith, Erich von
Stroheim (con el que coincidió en el reparto de “El nacimiento de una nación”
de Griffith) y sobre todo de Friederich Wilhem Murnau. En 1927, cuando F.W. Murnau
estrena “Amanecer” en Estados Unidos, Ford quedó perplejo, llegando incluso a
afirmar que era “la mejor película jamás filmada”. El cineasta alemán acababa de llevar a Hollywood el sinuoso e
hipnótico característico de sus películas producidas en la Alemania de 1920 y
su influencia s dejaría notar en el grueso de la producción norteamericana de
las décadas treinta y cuarenta. Pero fue la magnífica interacción entre luces y
sombras lo que encandiló al por aquel entonces joven Ford. Tal fue su impresión
por la belleza del film que decidió organizarse un viaje a Alemania para
conocer al maestro. Pero estas connotaciones resultan vanas a la hora de hablar
del gusto de Ford por la plástica de la imagen. De ello habla de forma mucha
más elocuente su excelente ojo para el encuadre manifestado en todas sus
películas, incluso en obras menos agraciadas como “Dos cabalgan juntos” o
“María Estuardo”.
En ese 1940, un Ford metido de lleno en lo que todavía era
el proyecto de “Las uvas de la ira” logró que Darryl F.Zanuck, por aquel
entonces presidente de la Fox, lograse que Samuel Goldwin cediese a Toland para
que trabajase en la película de Ford. La conexión se posibilitó y una nueva era
lumínica en el arte cinematográfico daría sus primeros pasos.
Los ya mencionados avances que Toland había aportado a la técnica
fílmica, como el empleo de lentes anamórficas que permitían una profundidad de
campo mucho mayor, lograron dotar a las imágenes de “Las uvas de la ira” de un
realismo tridimensional. El trabajo del operador de cámara se deja notar claramente
en el estilo natural que impregna toda la película. De ella nos quedan en la
retina imágenes de insuperable belleza plástica. Caso de la escena de Ma Joad
quemando sus recuerdos antes de la partida hacia California. Escena que,
gracias al magnífico empleo del claroscuro que en ella hacen la pareja de
cineastas, logra evocar en todo su esplendor esa obligada nostalgia que siente
la protagonista. Otra escena de la película de una belleza desconcertante y
sumamente expresiva es la de la llegada de Tom Joad (Henry Fonda) a su antiguo
hogar. Imagen que resume por si sola toda la belleza pictórica del film.
Primero con las inquietantemente expresionistas imágenes de Tom avanzando hacia
la casa, con ambas figuras envueltas en una oscuridad absoluta, y recortadas
por un cielo opresivo. Además de con el poderoso empleo del claroscuro en las
imágenes del interior de la casa. Ford quedó tan maravillado del trabajo de
Toland en esta película que llegó a decir: “ha hecho un gran trabajo de
fotografía con absolutamente nada que fotografiar, ni una sola cosa bella, tan
solo pura y buena fotografía”.
Su siguiente colaboración puede considerarse la primera
aproximación al cine vanguardista que se dio dentro de la industria de
Hollywood desde las películas del pionero Griffith, “Hombres intrépidos”. La
adaptación de la obra teatral de Eugene O´Neill supone un ejercicio de
creación de sombras y grandes focos de
luz sin parangón en la obra del director. Ford y Toland rodaron en esta
película directamente con focos y mostrando constantemente la tensión primer
plano-plano general que permite la profundidad de campo de Toland. Las
inquietantes sombras afloran a lo largo de todo el metraje causando un clima
opresivo fundamental para narrar la aventura de estos hombres de mar. Otro
rasgo visual de obligada mención en esta película son las filmaciones de las
cascadas de agua durante las embestidas del mar. Escenas que nunca antes se
habían logrado filmar con tanto realismo. Este hecho fue posible gracias a la
utilización de cámaras de agua colocadas delante de los focos de agua
(semejante proeza solamente es valorada en su totalidad cuando nos realizamos
de que estas escenas están rodadas en estudio). El respeto y admiración de Ford
hacia el trabajo de Toland queda reflejado en los títulos de crédito, donde el
cineasta coloca el nombre de Toland junto al suyo (hecho que se volvería a
repetir en la película “Ciudadano Kane” con Orson Welles).
Después de estas dos grandes obras, Ford y Toland
desarrollaron un último proyecto en conjunto. Se trata del documental bélico
“December 7th” rodado para el Field Photo Archive de la Marina durante la
Segunda Guerra Mundial. El documental sobre el ataque japonés a Pearl Harbour,
ganador también del Oscar, fue un proyecto que en un principio encargó dirigir
Ford a Toland. Ford era por aquel entonces el hombre de confianza del general
Donovan, militar encargado del Fiel Photo Archive, y gracias a su beneplácito
logró que le encomendasen a Toland el citado documental. Tras unos meses de infructuoso
rodaje en Hawai, en los que no participó el propio Ford, Toland delegó su
dirección al cineasta. El documental solamente fue estrenado en unos pocos
cines ya que los altos mandos militares lo consideraron una crítica contra el
propio ejército.
A pesar de las desavenencias que entre los dos surgieron
durante la filmación de “December 7th”, Ford trató de contratar a Toland para
un nuevo proyecto: ¡Qué verde era mi valle!”. Pero finalmente tuvo que
contratar a otro asiduo de la dirección fotográfica de sus filmes, Merian
C.Cooper, ya que Toland se encontraba filmando “La loba” para William Wyler.
Siempre nos quedará el suponer en que se habría convertido una tercera
colaboración de ambos.
Gregg Toland murió en el año 1948 a la edad de 44 años. Con
su muerte desapareció uno de los más grandes directores de fotografía y
operadores de cámara que ha dado la industria americana. Pero con él también
desapareció la posibilidad de saber que hubiera sido de las grandes películas a
color que filmó Ford si el operador de cámara hubiera sido Toland (ni que decir
tiene que el trabajo de Winton C.Hoch en estas es también de una calidad
insuperable, muestra de ello son las imborrables imágenes de “Centauros del
desierto” o “El hombre tranquilo”, ambas fotografiadas por él). A pesar de
ello, la leyenda del dúo Ford-Toland nos ha dejado dos películas excelentes y
un sinfín de imágenes de exquisita belleza.
Ignacio
Urigüen Etxeberria